miércoles, 10 de mayo de 2017

Fragmento de "Lenguaje y vocación política en el arte contemporáneo" de Sandra Pinardi.

En torno al arte contemporáneo venezolano

En los últimos 20 años, el arte contemporáneo venezolano ha estado inmerso en una situación social compleja y problemática, en la que lo que prevalece es una “violencia” fáctica o simbólica irrestricta, por ello, nuestro arte ha concretado su vocación política inscribiéndose en el mundo como una especie de documento crítico, de “archivo”, en el que se depositan diversos aspectos fundamentales de nuestra realidad, identidad e historia.

Por ello, a pesar de sus diferencias, la mayor parte de las producciones artísticas contemporáneas venezolanas se han realizado a partir de dos estrategias distintas y, en cierto sentido, contrapuestas. Primero, a partir de la re-interpretación sostenida de la tradición abstracto-geométrica dominante desde mediados del siglo pasado, y que se afirma históricamente como el ingreso de la cultura nacional a la modernidad, con un proyecto de “civilidad” que propone la transformación de lo común hacia particiones más racionalizadas e institucionales. Segundo, construyendo un fragmentario archivo testimonial de los modos de ejercerse la violencia en nuestro entorno socio-político, así como de los efectos que ella tiene en las formas de vida ordinarias.

En el primer caso, se trata de una “recuperación crítica” del proyecto moderno al interior de un contexto socio-político que tiene una tendencia francamente pre-moderna y, en cierto sentido, “ruralizante”. Esta recuperación de la tensión utópica y proyectiva de la modernidad, a través de la reinterpretación del sueño racionalista y geométrico, opera como un momento de crítica –de puesta en crisis- de la función representativa y simbólica tanto de los discursos políticos como estéticos.

Hoy encontramos a su vez, dos vertientes, por una parte, obras que haciendo énfasis en lo visual, en lo propiamente plástico, recuperan los elementos geométricos y cromáticos propios de esta tradición y proponiendo reelaboraciones en las que ese modo abstracto se modula, se “naturaliza”, se flexibiliza y se hace leve, frágil, inesperadamente poético. En esta primera vertiente tenemos a artistas como Magdalena Fernández, quien con sus videos e instalaciones, reinscribe y reinterpreta momentos fundamentales de la historia del arte y del arte geométrico (global y latinoamericano), fragilizando la rigidez geométrica impregnándola de sonidos, quiebres y movimientos, y convirtiéndola en una experiencia sensual, orgánica que tiende hacia la naturaleza. Jaime Gili, cuya apropiación de la tradición geométrica y abstracta se realiza estableciendo una suerte de discurso sobre la eminencia de la representación y sobre sus sistemas de construcción, logrando producir unos dispositivos de percepción en los que se trastocan las polaridades tradicionales propias de las lógicas de la representación. Eugenio Espinoza, para quien el hacer artístico es un ejercicio irreverente, gracias al que logra subvertir el cañón modernista con el que reiteradamente trata, sea desafiando el arte cinético, o involucrando en sus obras estrategias posminimalistas, o explorando diversos modos de participación activa del espectador. Juan Iribarren, con sus fotografías y pinturas, en las que la tradición geométrica se contamina de cotidianidad, de experiencia fenomenológica, elaborándose a la manera de un archivo que excede y convoca la pintura, la condición fotográfica y el espacio real de producción, y que opera como inscripción de su propia modo de ver, de su ejercicio de observación. Todos ellos, cada quien con sus propias estrategias, tratan la tradición abstracto-geométrica reconfigurándola críticamente, reconfigurando su lugar y sus pretensiones, contaminando de cotidianidad y actualidad sus figuraciones.

Por la otra, obras que reflexionan sobre la modernidad desde el punto de vista de lo urbano, sea retomando los productos arquitectónicos –cívicos- con los que ese proyecto moderno pobló las ciudades, especialmente la capital: Caracas, o sea indagando acerca de la forma-de-vida que lo urbano y la modernidad implican. Estas obras, recuperan los vestigios, los “desechos simbólicos9” diría Balteo, que conforman el legado de los distintos proyectos modernos que intervinieron la realidad venezolana durante buena parte del siglo XX. Tanto los que recuperan los espacios arquitectónicos, como los que reflexionan acerca de la forma de vida urbana, los trabajan críticamente para mostrar desde y en ellos los efectos y los fracasos que lo acompañan, las deudas que allí se generaron.

En esta segunda vertiente tenemos artistas como Alexander Apóstol, con diversos videos y fotografías, por ejemplo, en su obra Caracas Suite, Apóstol trabaja sobre algunos edificios paradigmáticos de la Caracas moderna que son utilizados como metáforas de la euforia modernizadora, del sueño de modernidad, que actualmente agoniza. Lavados, desechos, convertidos en ausencia (manchas blancas), en ellos se escenifica un programa de progreso que se inscribió únicamente en las arquitecturas, evadiendo (dando la espalda) a la heterogeneidad propia de la siempre cambiante realidad socio-política en la que se ubicaban. Luis Molina Pantín, con una obra heterogénea: fotografías, colecciones de objetos, afiches, instalaciones, elabora una “arqueología urbana” desde y en la que transita por los modelos simbólicos de lo urbano en Venezuela y Latinoamérica, impregnándose de cotidianidad, de recorridos y tránsitos, poniendo en crisis la obsolescencia prematura de los productos de la sociedad global, los cambios tecnológicos y la moda. Gerardo Rojas con sus múltiples “archivos” fotográficos de la ciudad de Caracas en los que registra sus miradas y sus tránsitos, su experiencia de la ciudad, reconociendo y clasificando sus individuos, movimientos, viviendas y paisajes, produciendo una suerte de narración cartográfica de la cotidianidad llena de vistas y detalles. Alessandro Balteo, quien ha desarrollado una práctica híbrida que incorpora las actividades de un investigador, archivista, historiador y curador, apropiándose de estilos formales o incorporando obras de otros autores. Retoma la modernidad haciendo hincapié en las nociones de autoría y autoridad cultural, elabora unos relatos que están motivados por cuestiones socio-políticas. De un modo más íntimo pero igualmente crítico, Luis Lizardo, con sus fotografías y revistas cortadas, genera unas obras que se construyen desde la representación como materia para constituir lugares de incertidumbre y en las que se muestra el desvanecimiento de un mundo, una realidad que se difumina. Luis Arroyo, quien indaga acerca de basta geografía de lo creador, elaborando unos objetos que pierden su carácter absoluto, su condición re-presentativa para establecerse como un obrar, como una actividad transitiva y transicional.

En el segundo caso, en el archivo fragmentario que da cuenta de los devenires de nuestra cotidianidad, sea documentando su violencia, o gestionando asuntos concernientes a la memoria y la identidad, las obras funcionan como testigos y testimonios de una realidad que se muestra siempre excesiva, excedente y exterior. En este sentido, ponen en crisis o hacen crítica de las estructuras socio-políticas y culturales tanto históricas como actuales, aquellas en las que convivimos así como de las condiciones mismas de posibilidad que en ellas se dan para el ejercicio de la ciudadanía y la convivencia; igualmente tematizan cuestiones concernientes a la identidad y a los modos cómo ésta se elabora y se expresa, sea en términos de una memoria personal que contamina –y se contamina- de problemas sociales, o en términos de la reinscripción y reinterpretación del patrimonio intangible.

Entre los artistas que dan cuenta del devenir de nuestra cotidianidad, en sus aspectos de mayor violencia y dureza, encontramos a Iván Amaya, con una instalación, en la que se indaga acerca de la cotidianidad y las formas de construir los barrios, reflexionando acerca de las condiciones de vida, así como de las tensiones que operan en la Venezuela contemporánea. Juan José Olavarría, quien elabora una suerte de “museo histórico de la Venezuela contemporánea”, elaborando unos lugares tenebrosos, incómodos, de sufrimiento y de violencia, ambientes sombríos y amenazantes en los que, irónicamente, exige una lectura crítica de las dinámicas socioculturales. Juan Carlos Rodríguez, quien se ha dedicado a explorar las diversas formas de vida que, antagónicamente, conforman la cultura nacional, desde paisajes en los que se comprometen por igual el imaginario popular y una mirada personal y reflexiva. Mariana Rondón, con sus instalaciones o videos, en las que con un lenguaje híbrido se reflexiona acerca de los sistemas de representación tanto políticos como culturales, así como acerca de las relaciones de poder y las condicionesde vida que allí se inscriben. Nelson Garrido, un constructor de iconografías inquietantes y críticas, en sus obras la realidad cotidiana se registra en sus aspectos más difíciles, y se elabora un relato de las prácticas recurrentes del ser urbano nacional. Luis Poleo, produce unos dispositivos divergentes, que operan irónicamente, y que en lugar de reproducir y afirmar las narrativas y estrategias del poder, las desenmascaran, las descubren, haciendo evidente tanto sus disconformidades internas, sus paradojas: sus absurdos y disparates, como algunos de sus efectos impensados. Eduardo Gil, quien afirma la textura política de sus obras al establecer una conexión con el mundo que se instala siempre más allá de las fronteras de la representación o la presencia imaginaria (a las que generalmente hace desfallecer) y que intenta imponer-se como momento de crisis y reconfiguración.

Algunos de los artistas que indagan la identidad y la textura del ser nacional, desde una mirada personal en la que confluye la gestión de la memoria y una comprensión crítica, encontramos a Julia Zurrilla, con sus videos, en los que textos e imágenes construyen narraciones indefinibles, en los que la palabra opera como figura y se reinscribe una crónica del presente, iluminada de pasado, en la que un tejido de fragmentos proponen una multiplicidad de sentidos que tensa un significado que se guarda siempre como secreto: una memoria velada, escurridiza. Christian Vinck, quien interpreta pictóricamente diversos tipos de “relatos” identitarios, en los que se ponen en crisis los modos tradicionales y autoritarios de representación. Marco Montiel-Soto, para quien la memoria es un acontecimiento que se convierte en un lugar de reflexión, en un circuito de retroalimentación, en el que se reconoce el artista y su cultura como una de la que no puede escapar, pero que cree que siempre puede alterar y volver a pensar. Iván Candeo, cuyas obras en video además de tratar problemas inherentes a la representación y las paradojas de la temporalidad, se ocupa en las fisuras alegóricas que transforman a los iconos en ruinas, así como en el desmontaje de espacios míticos y simbólicos. Juan Pablo Garza, cuya obra a partir de una persistente indagación sobre la fotografía como lenguaje y técnica, explora las posibilidades de transformación de los espacios cotidianos en materia expresiva, a partir de estrategias como la manipulación de escenas encontradas o la construcción de imágenes.

Esta vocación política es inmensamente difícil, por otra parte, porque al instaurarse en un ámbito en el que se han colonizado económicamente la comunicación y las experiencias estéticas, le es complejo lograr producir grietas en los órdenes establecidos de interrelación. Por ello, como respuesta a esta dificultad han consolidado una suerte de desimaginación de la imagen, para dar lugar a la aparición de espacios de “comunidad” y, especialmente, para deliberar políticamente sobre sí misma y sus contextos inmediatos.

Alessandro Balteo propuso en los años 90 una obra en la que proponía que los vestigios del proyecto moderno, en sus diversos modos, podían ser pensados como “desechos simbólicos”, una suerte de excresencias que a pesar de su condición de restos conformaban el acervo simbólico de Venezuela, especialmente de sus ciudades. 

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